agosto 03, 2010

Mal de amores.

El último domingo de aquel febrero, cada uno de los juegos tuvo el cuidado de un rito. El cambio de piedras duró menos tiempo que otras veces, porque Emilia no tuvo que exhibir una por una todas las ganancias de su colección para ver si con alguna convencía a Daniel de que le cambiara una piedra negra, brillante y tersa como la seda, a la que él llamaba su amuleto y que llevaba consigo a todas partes. La ponía bajo su almohada antes de dormirse y era lo primero que tocaba al despertar. La habían encontrado juntos una seca mañana de invierno que Milagros los llevó a caminar junto a las aguas del río Atoyac. Emilia la había visto brillar entre las otras y había perdido el tiempo en señalarla mientras Daniel seguía su dedo con los ojos y se agachaba para ganársela.
-¡Es mía!-gritaron los dos al mismo tiempo, pero estaba en la mano de Daniel y ahí se quedó por varios meses de intercambios durante los cuales Emilia pasó de condescencia al chantaje sin lograr jamás nada.
-Abre la mano-dijo Daniel al empezar el intercambio de aquel domingo.
Emilia extendió su mano y sintió caer la piedra en el cuenco de su palma. El amuleto de Daniel brilló un segundo bajo el sol que palidecía.
-¿Estás seguro?-preguntó Emilia como si apretara un brillante entre sus dedos.
-Vamos al estanque-le contestó Daniel, al que desde niño le costaba trabajo exhibir su generosidad.

Emilia volvió al escenario y dio las gracias con unas caravanas largas y una sonrisa quieta.
-Tienes ojos de feria-le dijo Daniel cuando la tuvo cerca otra vez.
-¡Cuándo llegaste?-preguntó Emilia.
-No me había ido-contestó Daniel y se pasó los dedos de una mano por la frente y la cabeza.

-Llorona de azul celeste-le dijo Daniel repitiendo la canción que acompañaba su diálogo.
-Estúpido-le contestó Emilia mientras se levantaba de golpe.
-Llorona y majadera-canturreó Daniel yendo tras ella.
Emilia saltó por la ventana hacia el jardín. Él la siguió como antes.
-¿Ya no le tienes miedo a los fantasmas?-le preguntó al dar con ella en la penumbra de la huerta.
-Menos del que ahora me sacas tú-contestó Emilia dándole la espalda, pero sin moverse de junto a él.
-¿Me tienes miedo?-le preguntó apoyando los brazos sobre sus hombros.
-Sí-dijo Emilia hurgando en la oscuridad y sin voluntad a verlo, pero asida como algo muy prendido a los brazos que descansaban en ella.
-Volví para verte-se dejó decir Daniel.

-No salves a nadie que no se lo merezca-pidió Emilia hundiendo su cabeza bajo la solapa.
-¿Perdiste mi piedra?-preguntó Daniel.
-Está bajo mi almohada-contestó Emilia peinándole con los dedos el mechón que siempre caía sobre su frente.

¿Dónde estuviste?-preguntó ella recorriéndole la espalda con los dedos.
-Aquí-dijo Daniel poniéndole un dedo entre los dientes. Ella lo apretó como un sello de fuego contra su lengua y cerró los ojos para que nada la distrajera de ese hallazgo.

Daniel se despidió para salir con Milagros, pero pasada la medianoche volvió a la Casa de la Estrella. Abrió el portón con una llave que le prestó su tía. Sin hacer ruido subió las escaleras, cruzó la estancia y empujó despacio la puerta del cuarto en que dormía Emilia.
-Cásate conmigo-le dijo desnudándose para entrar en su cama.
-¿Cuántas veces?-le contestó Emilia sacándose el camisón por la cabeza.
-Muchas-pidió Daniel mientras ella lo guiaba hacia su cuerpo en la oscuridad.

Llamado a gritos por unas voces que se alejaban, Daniel soltó su nuca, dejó sus labios, se libró de la mano que hurgaba bajo su ropa.
-Me tengo que ir-murmuró.
-Siempre-dijo Emilia dándole la espalda.
Antes de subirse al caballo, Daniel prometió que la buscaría en la noche.
-Te odio-dijo Emilia.
-Mentirosa-contestó él.

-Egoísta-dijo Daniel en cuanto se quedaron solos.
-Soberbio-le contestó Emilia.
-Insensible-dijo Daniel.
-Mártir-contestó Emilia.
Lo que siguió fue una pelea de animales desesperados, en la que se insultaron y mordieron, mientras se prometían olvido, distancia y odio eterno.
-Muérete-dijo Emilia librándose de la trabazón y los empujones a que habían llegado. Tenía un rasguño en la frente, encendidas las mejillas, abiertos los botones de la blusa.
-Sin ti-contestó Daniel deteniéndose a mirarla por primera vez desde que inició la pelea. Por su padre que estaba más bonita que nunca-. Eres una salvaje-dijo agachándose para levantar su pantalón en busca del dolor que le producía una patada en la espinilla.

-Tanto te gusta ir a buscarla que acabarás encontrándola-le dijo Emilia.
-¿A quién?-preguntó Daniel.
-No me hagas nombrarla-pidió abrazándolo para espantarse el horror a la muerte con que se despidieron.

-¿Qué buscas que no encuentras aquí?-preguntó poniéndose una mano encima del mechón oscuro que tantas luces guardaba.
-No sé-dijo Daniel entrando por fin al agua tersa en que ella se adormilaba. Tenía ganas de medirle la cintura con las dos manos, de meter la lengua en su ombligo, en el centro de su vientre plano. Pero antes le buscó la boca con la boca y dentro de la lengua imaginativa y memoriosa que ella tenía siempre en alianza con sus ojos.
-Hace mucho que no te regalo una piedra-dijo él después, separándose de su boca.
Emilia sintió un escalofrió de oro rozándole los dientes, metió la lengua en un círculo de aire y apretó los labios. Dos lágrimas como enigmas le corrieron por la cara limpia. Daniel le había puesto en la boca el anillo que compró en la mañana.
-No llores que me enervas-dijo-. ¿Te quieres casar conmigo?

-Estás borracho-dijo Emilia, nerviosa y arrebatada.
-Todos estamos borrachos. Este lío no es sino una borrachera. De poder. De sangre. De altruismo trasnochado. De alcohol en el mejor de los casos. Pero todos andamos borrachos todo el tiempo. Tú, por ejemplo: ¿qué tienes que andar buscando la muerte entre los moribundos? ¿Qué buscas metiéndoles las manos en la boca a los enfermos de peste?
-¿Cómo sabes que lo hice?
-Porque me voy, pero no te dejo-contestó Daniel-. Todo lo sé de ti. Desde cómo te brilla la entrepierna hasta la estupidez con la que haces filantropía.

Emilia buscó el oído de Daniel y le dijo:
-De todos los riesgos que he corrido por usted, el único que no hubiera corrido nunca es el de no haberlos corrido.

-Te estás perdiendo una colección de conocimientos-dijo Hogan.
-Pero estoy haciéndome de otra-contestó Emilia, abriéndole una sonrisa de ángel.
-¿Te hace promesas?-preguntó Hogan deslumbrado con la luz de su cara.
-Es una promesa-contestó Emilia.
-¿De qué?-preguntó Hogan.
-De presente-dijo Emilia al besarlo para despedirse.

-Daniel, ¿qué voy a hacer contigo?-dijo Emilia preguntándose más que preguntándole, con el recuerdo de su vocación y del hombre con quien la compartía, como una repentida y larga herida para la que Daniel no sólo no tenía cura, sino que ni siquiera notaba.
-Cásate conmigo-le pidió Daniel agachándose a mordisquear la punta de su oreja.
Emilia meneó la cabeza para esquivar el coqueteo.
-Ya me casé contigo-dijo.
-Pero me engañas con el médico-le reprochó Daniel.
-No entiendes nada-contestó Emilia.
-Con lo que entiendo, tengo.
-Tú eres el que se va-dijo Emilia.
-Se va mi cuerpo. Mi mente sigue siempre contigo.

-Este hombre es más tu tipo-le dijo Helen un atardecer de confidencias, tras elogiar el modo en que a su amiga le brillaban la piel y las pupilas cuando lo tenía cerca.
-No cuando necesito estar en paz-le dijo Emilia.
-¿Para qué quieres la paz, si tienes la dicha?
-Eso pienso ahora, pero no siempe es ahora-contestó Emilia evocando su vida con Antonio como quien evoca un paraíso perdido.

Nadie supo nunca cuántas veces volvió Daniel. La casa que Milagros dejó para sus andanzas frente a la plazuela de La Pajarita fue el albergue anónimo en que él y Emilia encontraron treguas para su interminable guerra. Ahí se veían a veces una tarde y a veces a media mañana, ahí aclaraban su tormenta, sus imposibles, su acuerdo, sus recuerdos.
Una vez, presos del azar, se encontraron en el panteón de San Fernando. Otra, Emilia fue a buscarlo embarazada y risueña, con su eterno gesto de pájaro alerta.
-Pareces una Matrioska-dijo Daniel-.¿Será que si uno te abre, adentro encuentra otra y otra y otra?
¿Cuántas Emilias iban por la vida viviéndole como si les urgiera devorarla? Daniel estaba seguro que nunca las conocería a todas. Algunas, incluso, prefería no imaginarlas.
-¿Este hijo es mío?-preguntó.
-Aquí todos los hijos son del doctor Zabalza.
¿Cuántas Emilias? La Emilia que todos los días despertaba en la misma cama junto a un hombre más entendido que él, la que se hundía en los terrores de un hospital como quien bebe un vaso de leche, la que desde temprano se perdía en elucubraciones sobre el cerebro y sus enigmáticas respuestas, la Emilia que iluminaba la rutina de otros.
-¿Octavio es hijo mío?
-Ya te dije. Los hijos son de Zavalza.
-Pero a Octavio le gusta la música.
-A los tres les gusta la música.
Todas eran Emilias que le robaban a la suya. A la Emilia encendida sólo para él, a la que nunca se cansó de aventurarse en el universo inasible de su corazón.
-Cásate conmigo.
-Ya me casé contigo.
-Pero me engañas con el médico.
-No entiendes nada.
-Entiendo que me engañas con el méidoc.
¿Cuántas Emilias? La de Zavalza, la de sus hijos, la de la piedra bajo la almohada, la del árbol, la del tren, la médica, la boticaria, la viajera, la suya. ¿Cuántas Emilias? Mil y ninguna, mil y la suya.

En 1963 la llave de la casa de Milagros seguía siendo la misma. Daniel había vuelto a usarla colgando de su cuello. Se ponía el osl contra los volcanes hospitalarios e impredecibles, cuando Emilia entró a la sala con sus deseos intactos, pese al montón de años que llevaba cargándolos. Daniel había abierto el balcón y miraba hacia la calle.
-¿Es mi nieta la niña que te trajo hasta la puerta?
-Ya sabes, aquí todos los hijos y todos los nietos son del doctor Zavalza-contestó Emilia.
-Pero ésta se quita el pelo de la cara con un gesto que era mío.
-¿A qué hora llegaste?-le preguntó Emilia besándolo como cuando todo era terso en sus bocas. Un hueco invariable latió bajo su pecho.
-Nunca me voy-dijo Daniel acariciando su cabeza con olor a misterios.

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